Tras la declaración de guerra por parte de EE.UU. a España, el 25 de abril de 1898, con el pretexto de la explosión del acorazado Maine en el puerto de La Habana, las miras de la estrategia americana no se centraron únicamente en la apetecida isla de Cuba, sino en todos los dominios transatlánticos españoles. De hecho, el primer acto de la tragedia de 1898 tendría lugar en el archipiélago de las Filipinas.
Las fuerzas navales españolas presentes en aquel teatro no eran despreciables, pero estaban orientadas fundamentalmente a la constante lucha contra la piratería en aquellas aguas. Además, el apostadero de Manila, que era la principal base operativa, se había quedado obsoleto, y en consecuencia, las principales unidades de la escuadra estaban pendientes de grandes obras y en un estado de mantenimiento lamentable. Al mando del apostadero de Filipinas y por tanto de las fuerzas navales allí desplegadas se encontraba el Contraalmirante Patricio Montojo y Pasarón.
La escuadra estaba compuesta por el crucero protegido Princesa Cristina; Los cruceros de segunda clase Isla de Cuba e Isla de Luzón; El crucero protegido Castilla; y los cruceros Don Antonio Ulloa, Don Juan de Austria y Velasco. No eran malos buques, y estaban aproximadamente a la mitad de su vida activa, pero su estado de conservación era pésimo y el entrenamiento de sus tripulaciones también dejaba mucho que desear. Para completar el panorama, las defensas costeras de las bases españolas estaban en un estado similar a los buques, incluso había baterías costeras dotadas de cañones de avancarga, claramente obsoletos, y de ninguna utilidad.
Así, Montojo sabía que no tenía nada que hacer en un combate abierto contra la escuadra asiática estadounidense, bajo el mando del Comodoro George Dewey, y a la que conocía bien dada la frecuente coincidencia de buques de ambas nacionalidades en puertos como Hong Kong antes de la guerra. Esta escuadra, que sería la que combatiría en Cavite, estaba compuesta por seis buques, de ellos cuatro cruceros protegidos y dos cañoneros, y su principal baza frente a la escuadra española era su superioridad en piezas de gran calibre (203 mm.) de las cuales los buques españones no contaban con ninguna, y la mejor calidad de sus piezas de calibre medio y tiro rápido, así como unas tripulaciones más entrenadas y unos buques modernos y en buen estado.
La escuadra americana estaría por tanto compuesta por los cruceros Olympia, Baltimore, Raleigh y Petrel, y por los cañoneros Concord y Boston. Y pese a lo comentado anteriormente, las diferencias a priori entre esta escuadra y la española no hacían presagiar un desenlace tan claro.
Tras la declaración de guerra, Montojo solicitó refuerzos para su escuadra, que nunca se materializaron, y dado el estado de sus buques optó por esperar el ataque americano, que tuvo lugar el 1 de mayo de 1898, tras haber pasado la escuadra estadounidense inadvertida frente a la isla de Corregidor la noche anterior.
Montojo tenía sus buques fondeados frente a Cavite, deficientemente cubiertos por las escasas baterías costeras de la zona. Así que Dewey atacó en línea realizando sucesivas pasadas frente a los buques fondeados mientras se iba acercando, llegando a ser la distancia final de combate inferior a los 2.000 metros. La táctica española se limitó a contestar al fuego mientras se intentaba cubrir al insignia Cristina para que éste lanzase un ataque con torpedos, pero la intensidad del fuego americano lo impidió.
Pese a todo, tras haber gastado la mitad de sus municiones, la escuadra estadounidense no había conseguido grandes daños, debido principalmente a la escasa precisión de su tiro. Sólo en los cruceros Cristina y Castilla los daños eran cuantiosos y muy graves las pérdidas, pese a lo cual ambos buques continuaban a flote. Sin embargo, Montojo no albergaba ninguna duda sobre el resultado final, y en una orden que se podría calificar de muchas cosas pero desde luego no de excesivo arrojo o heroísmo, mandó quitar los cierres de las piezas y abrir las válvulas de fondo para hundir los navíos donde estaban. Dewey, encantado, volvió a la carga aniquilando lo que quedaba a flote.
Las pérdidas españolas ascendieron a 60 muertos, ente ellos el comandante del Cristina, y 193 heridos. Las pérdidas oficiales estadounidenses fueron de 1 muerto y 15 heridos, aunque versiones de terceros países sostienen que las pérdidas totales estuvieron entre 50 y 60 hombres entre muertos y heridos.
Lo cierto es que fue una victoria absoluta de las fuerzas estadounidenses, y un pésimo presagio para lo que estaba por venir. Borrada del mapa la escuadra española, el hilo que unía a la metrópoli con su territorio de ultramar más alejado estaba roto, y por tanto éste irremisiblemente perdido, más pronto que tarde, como la realidad se esforzaría en demostrar.
Las fuerzas navales españolas presentes en aquel teatro no eran despreciables, pero estaban orientadas fundamentalmente a la constante lucha contra la piratería en aquellas aguas. Además, el apostadero de Manila, que era la principal base operativa, se había quedado obsoleto, y en consecuencia, las principales unidades de la escuadra estaban pendientes de grandes obras y en un estado de mantenimiento lamentable. Al mando del apostadero de Filipinas y por tanto de las fuerzas navales allí desplegadas se encontraba el Contraalmirante Patricio Montojo y Pasarón.
La escuadra estaba compuesta por el crucero protegido Princesa Cristina; Los cruceros de segunda clase Isla de Cuba e Isla de Luzón; El crucero protegido Castilla; y los cruceros Don Antonio Ulloa, Don Juan de Austria y Velasco. No eran malos buques, y estaban aproximadamente a la mitad de su vida activa, pero su estado de conservación era pésimo y el entrenamiento de sus tripulaciones también dejaba mucho que desear. Para completar el panorama, las defensas costeras de las bases españolas estaban en un estado similar a los buques, incluso había baterías costeras dotadas de cañones de avancarga, claramente obsoletos, y de ninguna utilidad.
Así, Montojo sabía que no tenía nada que hacer en un combate abierto contra la escuadra asiática estadounidense, bajo el mando del Comodoro George Dewey, y a la que conocía bien dada la frecuente coincidencia de buques de ambas nacionalidades en puertos como Hong Kong antes de la guerra. Esta escuadra, que sería la que combatiría en Cavite, estaba compuesta por seis buques, de ellos cuatro cruceros protegidos y dos cañoneros, y su principal baza frente a la escuadra española era su superioridad en piezas de gran calibre (203 mm.) de las cuales los buques españones no contaban con ninguna, y la mejor calidad de sus piezas de calibre medio y tiro rápido, así como unas tripulaciones más entrenadas y unos buques modernos y en buen estado.
La escuadra americana estaría por tanto compuesta por los cruceros Olympia, Baltimore, Raleigh y Petrel, y por los cañoneros Concord y Boston. Y pese a lo comentado anteriormente, las diferencias a priori entre esta escuadra y la española no hacían presagiar un desenlace tan claro.
Tras la declaración de guerra, Montojo solicitó refuerzos para su escuadra, que nunca se materializaron, y dado el estado de sus buques optó por esperar el ataque americano, que tuvo lugar el 1 de mayo de 1898, tras haber pasado la escuadra estadounidense inadvertida frente a la isla de Corregidor la noche anterior.
Montojo tenía sus buques fondeados frente a Cavite, deficientemente cubiertos por las escasas baterías costeras de la zona. Así que Dewey atacó en línea realizando sucesivas pasadas frente a los buques fondeados mientras se iba acercando, llegando a ser la distancia final de combate inferior a los 2.000 metros. La táctica española se limitó a contestar al fuego mientras se intentaba cubrir al insignia Cristina para que éste lanzase un ataque con torpedos, pero la intensidad del fuego americano lo impidió.
Pese a todo, tras haber gastado la mitad de sus municiones, la escuadra estadounidense no había conseguido grandes daños, debido principalmente a la escasa precisión de su tiro. Sólo en los cruceros Cristina y Castilla los daños eran cuantiosos y muy graves las pérdidas, pese a lo cual ambos buques continuaban a flote. Sin embargo, Montojo no albergaba ninguna duda sobre el resultado final, y en una orden que se podría calificar de muchas cosas pero desde luego no de excesivo arrojo o heroísmo, mandó quitar los cierres de las piezas y abrir las válvulas de fondo para hundir los navíos donde estaban. Dewey, encantado, volvió a la carga aniquilando lo que quedaba a flote.
Las pérdidas españolas ascendieron a 60 muertos, ente ellos el comandante del Cristina, y 193 heridos. Las pérdidas oficiales estadounidenses fueron de 1 muerto y 15 heridos, aunque versiones de terceros países sostienen que las pérdidas totales estuvieron entre 50 y 60 hombres entre muertos y heridos.
Lo cierto es que fue una victoria absoluta de las fuerzas estadounidenses, y un pésimo presagio para lo que estaba por venir. Borrada del mapa la escuadra española, el hilo que unía a la metrópoli con su territorio de ultramar más alejado estaba roto, y por tanto éste irremisiblemente perdido, más pronto que tarde, como la realidad se esforzaría en demostrar.
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